Por Romina Linares
Mi niñez y mi adolescencia las viví en el barrio de Boedo, en un PH ubicado sobre la Avenida Carlos Calvo al 4300, entre Muñiz y la Avenida La Plata. A media cuadra del límite con Caballito –el barrio empieza del otro lado de La Plata- y además, muy cerca de Almagro, barrio que comienza después de la Avenida Independencia.
Recuerdo la vivienda de propiedad horizontal que aún en estos días permanece, rodeada de nuevas construcciones y negocios. Vivíamos con mi familia en el departamento número 3, de los cuatro que compartían el largo y estrecho pasillo que comunicaba con cada una de las casas. El portón de entrada al departamento era alto, al igual que los techos de las habitaciones, y de madera robusta, lo mismo que los pisos, esos que mi madre quería mantener siempre lustrados y limpios. Esos pisos por los que mi papá, mi hermano –tres años mayor- y yo no podíamos caminar hasta que la cera se secara, y luego se lustraran los días que tocaba limpieza general. Recuerdo esas persianas de metal que cerrábamos para que no entrara el sol en las habitaciones, o la luz, cuando los chicos nos íbamos a dormir y los grandes se quedaban mirando la tele.
A la memoria me vienen más imágenes: la puerta que conectaba la pieza de mi hermano y la mía con la de mis padres, también esa cocina pequeña en la que mi mamá nos preparaba la riquísima y abundante comida casera, algunas veces con apuro y muchas otras, no tanto. La misma cocina en la que a mi papá le gustaba ponerse un banco y tomar mate, arrinconado. El baño era pequeño, con ducha, y un calefón que aprendimos a encender cuando ya teníamos la altura y edad suficiente para hacerlo por nuestra cuenta. El patio central, convertido en comedor, con un techo de polipropileno que cuando llovía a chaparrones, siendo niños, pensábamos que se vendría abajo. El techo dejaba pasar el viento fuerte, haciendo un silbido muy particular.
Desde el patio salía una escalera que llevaba a la llamada “piecita de arriba”. ¡Si habremos tenido caídas en esas escaleras! Por apurados, por distraídos, por usar ojotas, por ir jugando o porque bajaba con nosotros también nuestro perro. La piecita de arriba, que pasó de ser un taller de mi padre a una guarida de adolescentes, primero de mi hermano, y luego la mía. En los días más calurosos, ni el ventilador más potente la refrescaba. La piecita se convirtió en nuestro mundo y la llenábamos con nuestras pertenencias, aunque no quedara mucho lugar para circular. Luego fue testigo de largas noches de estudio, de charlas compartidas con amigos, primos y, por qué no, visitas de mascotas.
De todos los vecinos, contando las cuatro viviendas del PH, mi hermano y yo éramos los únicos chicos, por lo que nos adueñábamos del pasillo para patinar, jugar a la pelota y desparramar nuestros juguetes si en la terraza daba mucho el sol y lo que buscábamos, era un lugar fresco. La convivencia con el resto de los propietarios era muy buena, cordial y respetuosa, según lo que yo podía percibir desde mi perspectiva de niña y adolescente. Aunque no éramos íntimos, siempre que algún vecino necesitara, acudíamos en su ayuda.