Por Raquel Seltzer
Quisiera hoy salir caminando a tu casa, mamá, para poder abrazarte y que me acaricies la cabeza con tu amor de siempre, para ofrecerme un plato de comida y estar a tu lado toda la vida.
Para sentir con mi alma cuan rápido pasa el tiempo, para ver a Elisabet y sentir que fue poco el tiempo que estuviste a mi lado, y aunque sueñe contigo, nunca bajar los brazos y seguir luchando como lo hiciste tu… Recuerdos aparecen en mi mente, de cómo me ayudaste con tu nieto, siempre… Puedo terminar este simple relato diciendo que el idioma universal sabe qué es ser una madre judía.
Me pregunto qué importa el pasado, quizás sí o quizás no, si no hubiera habido pasado, no sería la que soy hoy. Me veo distinta, todos, imperceptiblemente, somos distintos con el transcurrir del tiempo, porque no se cierran las heridas que tu partida dejó. Diez años que me parecen siglos, por más que yo fuera rebelde a veces contigo.
Te veo limpiando la casa, te veo cocinando, te veo tejiendo, te veo leyendo y amándome. Quisiera poder decirte, hermano mío, que ambos somos iguales, dulce como la miel y con espinas como el cactus, como lo dice una canción hebrea. A veces siento temor, quien piense que es de cobardes sentirlo esta equivocado. Es instintivo tenerlo, también heredado, a veces de nuestra inocente infancia, plena de afectos, virtudes y defectos.
Pienso en la princesa de Rubén Darío, que sufría por amor, que estaba pálida en su trono, también recuerdo Mi Planta de Naranja Lima, de Vasconcelos, y se me ocurre un pensamiento de que ambos son iguales en edad, opuestos en fortuna, pero no sienten felicidad completa.
A mis adorados tíos Isaac y Esther, no dejo de sentir en el corazón el profundo amor que todos nos tuvimos desde la infancia. La casa ubicada en La Lucila era distinta y parecida a la mía, me crié junto a mis hermanos, yendo a verlos, y permaneciendo algún tiempo allí. Leía muchos libros en la biblioteca del estudio y mi tía tejía cual hormiguita incansable, o cual abeja en su colmena.
El piano y el cuadro pintado con flores por tu papá, tío, que estaban en el comedor, fueron signos de buen gusto decorativo. El jardín, rico en árboles y flores, entre ellas hortensias y jazmines, el dulce casero que preparabas, tía, y tus tortas de mágico sabor.
Remontábamos barriletes y eran la mejor sinfonía que nunca escuché. Íbamos juntos a la playa en Mar del Plata y llevábamos los sándwiches que con amor preparabas, jugábamos en la arena bajo tu atenta mirada, en el viaje cantábamos canciones de todo tipo. Recuerdo tus cuadros, casi geométricos, de tonos negros y blancos. Nunca olvidaré tu hospitalidad, quedó grabado en mí tu recuerdo, para siempre.