Termino de comer los fideos del domingo en familia, y digo: “Me voy a votar”. Podía haberlo hecho antes, por la mañana, pero pensé que el post-mediodía sería mejor opción. Claro, para hacer menos fila. Muchos estarían comiendo, haciendo la sobremesa o recién arrancando con el almuerzo. Así que en los lugares de votación, no habría tanta gente. Este es mi pensamiento. Pero me equivoco…
Después de caminar unas diez cuadras llego al colegio donde también me había tocado emitir el voto las últimas veces. Escasas personas se ven en la puerta del establecimiento. Esa primera impresión me reconforta. Ya adentro, no obstante, me doy un baño de realidad: en mi mesa, la cola es de alrededor de 30 o 40 personas. Según los cálculos, esto me demandará por lo menos una hora de espera. Entonces, dudo: ¿me quedo? ¿Me voy y vuelvo cerca de las 6? ¿Me voy y no vuelvo más? Me inclino por lo primero: ya que estoy, me quedo…
Hago un rápido paneo. En el mismo ancho pasillo, hay filas para otras mesas, con extensiones similares. La gente procura “matar” el tiempo y, por supuesto, el celular es el aliado que más sale. Aunque también, sorpresivamente, una chica lee un libro “en papel”. Un hombre y una mujer llegaron juntos, con mate y termo, y se entretienen charlando. Allá al fondo, a la derecha del corredor, está la puerta del aula. Parece tan lejana todavía… Pero de poco, la cola avanza. Saco mi teléfono y pongo atención en un Whatsapp automático enviado por el gobierno de CABA. “¡Falta poco para las elecciones! El 13 de agosto son las PASO y este año votás con dos tipos de boleta”. Tras el encabezamiento y una serie de explicaciones, surge un simulacro sobre la votación electrónica que se estrena en el distrito porteño. La repaso una y otra vez. Cuando termino, ya estoy un poco más cerca del aula, ese destino tan anhelado.
En mi lento andar, hago contacto visual con el interior de otro aula. Es el de tercer grado A, que tiene una enorme leyenda en el frente. “Qué lindo es volver a vernos”, dice. A mis espaldas, una pareja conversa. Por momentos, se escuchan resoplidos que denotan fastidio. Llega un hombre caminando con un bastón y entra sin hacer la cola. Lógicamente, nadie protesta. El señor tiene derecho a pasar.
Casi como un acto reflejo, otra vez meto la mano en el bolsillo, extraigo el celular y sigo curioseando quién sabe qué… No es fácil dejar de hacerlo. Quito la vista de la pantalla y miro hacia el lado opuesto. La cantidad de gente que se acumuló detrás de mí es importante. No hubiera sido una buena opción la de irme para regresar más tarde.
Ya estoy en el tramo final, en una zona donde hay unas sillas que vienen bárbaro para descansar. La mayoría de los que pasan junto a ellas, eligen sentarse… Y así lo hago también. Es raro, pero por un momento, deseo que la cola no avance para poder seguir sentado. Ya puedo ver a las autoridades de mesa. Me pregunto qué tan difícil será el voto electrónico. En las noticias, informaban acerca de su funcionamiento deficiente, indicando ese factor como la causa de las demoras en el acto eleccionario.
Al fin… ¡es mi turno! Me invitan a pasar. Entrego mi DNI y me dirijo a un biombo que contiene las boletas partidarias. Se trata de la elección nacional. Deposito el sobre en la urna. Ahora, viene el voto electrónico, a través de la máquina ubicada a pasitos del biombo. Todo funciona bien. Hago el procedimiento correctamente, pero después olvido doblar el cartón al medio. Una mujer, desde la mesa de autoridades, me lo recuerda. “¿Así está bien?” le pregunto. Tras la respuesta afirmativa, introduzco el cartón impreso en la urna para CABA. Firmo, me devuelven el documento, saludo, salgo, voy hacia la calle. El colegio está repleto. Al parecer, no es el único.
Ya en casa, le dedico una leída a las noticias del día, que dan cuenta de una jornada complicada en la Ciudad, con largas colas y malhumor de los votantes. Y ahora sí, a esperar los resultados…