En mayo de 2015, a Alfredo Altaluna lo balearon en su anticuario de Alvarez Thomas y Olleros. Estuvo muy grave. Pero se recuperó y volvió a trabajar en el mismo lugar. «No tengo rencor», le dijo a nuestro medio.

«El Zahir» está repleto de cosas. Por eso, ni espacio para un mostrador hay. Pese a todo, Alfredo (68) se siente muy cómodo en el negocio que maneja hace ocho años. La persiana permanece baja a toda hora. Pero igual se visualiza la vidriera y la puerta está abierta. Él, apasionadamente realiza sus labores manuales en medio de todo tipo de objetos antiguos. «Lo que estoy viviendo es de regalo», apunta.

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Mayo de 2015. Las cámaras de TV a toda hora. Allí cayó Alfredo, tras haber recibido tres balazos en el interior del local. Logró salir a la vereda y los vecinos lo socorrieron de inmediato.

Hay una enorme gratitud en sus gestos y palabras. Alfredo recuerda muy bien la tarde en que un ladrón entró a robar y le pegó tres balazos, en el antebrazo, en el abdomen y en el pecho. La noticia apareció en todos los medios. Nunca se encontró al responsable. «Yo no le guardo rencor; pero creo en Dios y en Jesucristo, y en que existe una Justicia donde todos tendremos que rendir cuentas algún día», sostiene.
Durante tres meses, estuvo en la terapia intensiva del Hospital Tornú. Luego, pasó a intermedia y de a poco fue recuperándose. Hoy, está casi intacto. «Que yo esté así, es un milagro de Dios. Los médicos me decían: ‘Vos nos tenés que agradecer a nosotros’. Pero yo les retrucaba: ‘Sí, pero a ustedes, ¿quién los puso en mi camino?’. Y se quedaban sin respuestas».
De todas formas, Alfredo pretende destacar la gran tarea de quienes lo atendieron: «Lo que hicieron en el Tornú conmigo fue maravilloso. A veces oigo que hablan mal de los hospitales y no lo entiendo. Ahí están los mejores, y encima la salud pública es gratuita».

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Don Alfredo en la actualidad, en la puerta de “El Zahir”.

Alfredo no interrumpe su trabajo mientras habla: está preparando una silla: «Me la encargó un señor que me dejó una seña de cien pesos. Tengo que aprovechar porque hay poco laburo. Muy poco», enfatiza. Pero no lo dice en tono de lamento. «Con lo poco que entra vivo, y aparte tengo mi jubilación. Es la mínima pero ayuda. En eso le doy las gracias a Cristina, porque los aportes que yo había hecho, no me servían».
A propósito de su oficio de artesano, es conciente de que muy cerca, en el Mercado de las Pulgas, está la competencia fuerte. Sin embargo, pretende diferenciarse: «Estos de acá no saben un pito. Sólo les interesa la plata».
En relación a eso, reflexiona: «El hombre tiene la cabeza sólo en el dinero. Eso arruina todo. Parece que nos metieron que en esta vida lo que vale es la plata. Que tenés que hacer guita, que necesitás tener el mejor auto, el celular más caro… Y así está el mundo. No se dan cuenta de que cuando se vayan, nadie se llevará nada».
Alfredo tiene un modesto teléfono móvil. «Sólo sirve para lo básico», aclara. «Me lo dieron mis hijos y me llaman ellos. Si querés gastar, gastá vos, les digo».
Sus hijos son Roberto (42), María Cira (39), María Noel (37) y Emanuel (25). «Los cuatro están en el palo artístico, igual que yo», se enorgullece.

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Cada tanto lo visitan amigos. En este caso, Víctor Hugo, fue testigo de la nota.

Antes de estar internado, vivía en Delgado al 1000 junto a su mujer Irma («a ella le gusta mucho leer»). Luego se mudaron a Vidal y Congreso («hay más lugar y estoy más cómodo»), desde donde cada día, llega a su negocio en el colectivo 151, con la única ayuda de su bastón: «No hace tanta falta que lo use pero así me siento más seguro», indica.
Abre a las 11 y se va pasadas las 18 hs. En el anticuario, tiene vecinos de fierro. «Cuando pasó eso, me dieron una mano bárbara Marta, la odontóloga, Fernando, el peluquero… Y varios vecinos que ni conozco, que todavía vienen a preguntarme cómo ando…»

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Junto a su hijo Roberto. Cada año en víspera de Nochebuena, se disfraza de Papá Noel en la puerta de su local.

Sus amigos le pusieron un nuevo apodo: «Terminator me dicen ahora». Alfredo se divierte al recordar la ocurrencia. La sonrisa le brota espontáneamente. Queda claro entonces que no hay rencor en su espíritu. En cambio, lo que sí crece en su interior es el profundo agradecimiento por estar vivo y seguir haciendo lo que más le gusta: «Soy un agradecido de Dios. El me salvó. Lo que estoy viviendo es un regalo que El me dio».

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