Por Raquel Seltzer
En 1975, me recibí de abogada en la Universidad de Buenos Aires, y como premio, mi mamá me regalo un viaje a Paris e Israel, lugares a los que iría a visitar a varios familiares y, especialmente, al kibutz Nir Ytsjak, en donde me iba a reencontrar con mi hermano Daniel, quien había emigrado dos años antes. Con mucha emoción inicié el viaje desde el puerto de Buenos Aires, a bordo del Vapor de la Carrera hasta Montevideo. En el Uruguay, desde el aeropuerto de Carrasco tomé el vuelo hacia la capital de Francia.
Esta extraña combinación la hice porque en aquella época, debido a los habituales problemas con el dólar en la Argentina, resultaba más económico efectuar el viaje con el mencionado trasbordo. Tuve la oportunidad de recorrer durante algunas horas la ciudad de Montevideo. La encontré parecida a la Buenos Aires que recordaba de mi infancia, por la tranquilidad en las calles y el transito más ordenado. Por ejemplo, cuando los micros se detenían en una parada, las personas, esperaban pacientemente en fila y no se movían hasta que saliera el que estaba adelante. También me llamó la atención la gente, tomando mate en las aceras, ya sea paseando o yendo a sus trabajos.
En Paris me encontré con varios parientes de mi madre y la pase maravillosamente bien. Era una hermosa ciudad y al recorrerla, inmediatamente empecé a compararla con Buenos Aires, que justaente, es conocida como la “Paris de Sudamérica” por su arquitectura, dado que entre 1890 y 1920 se construyeron varios palacios sobre la Avenida Alvear con un estilo similar al parisino. Por citar ciertos casos, sucedió como el Palacio Duhau y el Palacio Maguire sobre el 1600 de dicha avenida identificada con el barrio de La Recoleta. Además por la presencia de cafés como el Tortoni (dicen que lleva el mismo nombre de un café parisino). También se parecen entre sí, el Panteón de Paris y el Palacio del Congreso de la Nación.
El Palacio de Aguas Corrientes, situado en la Avenida Córdoba 1950, es de inspiración parisina, y sus legendarios techos verdes fueron traídos de Francia. Conocí la legendaria Torre Eiffel y la comparé, como símbolo de la ciudad, con el Obelisco porteño. Visité la avenida de Los Campos Eliseos, que me recordó a la Avenida del Libertador; la fuente de la Plaza de la Concordia, a la del Monumento de los Españoles (próxima a nuestra Plaza Italia) y el Jardín de las Tullerías me trajo a la memoria el Rosedal de Palermo.
Recorrí el Museo del Louvre, por supuesto, no en su totalidad dada su inmensidad, y me trajo el recuerdo de mis paseos por el Museo de Bellas Artes, ubicado frente a la Facultad de Derecho, en la Avenida Figueroa Alcorta y Pueyrredón. Estuve en la feria de Montparnasse con sus artesanos, y me acordé de las ferias de Buenos Aires, así como la de la Recoleta, en las cercanías de la Iglesia Del Pilar y el histórico cementerio. Viajé en el Metro de Paris, en este caso, mucho más desarrollado que el Subterráneo de Buenos Aires. Y finalmente, después de pasar hermosos días, volé a Israel, me abracé emocionada con mi hermano Daniel, y conocí a mi cuñada Imna. Me llevaron a lugares icónicos, como el Muro de los Lamentos en la sagrada ciudad de Jerusalén, y pensé cuando de niña, había estado en el Templo de la calle Libertad, frente a la Plaza Lavalle el más importante de Buenos Aires.
Pasé por el Mercado Árabe, comparable a nuestros Mercados de Pulgas como el la avenida Dorrego, en el barrio de Colegiales, o a las ferias que actualmente conocemos como la Masticar. Fui a las hermosas playas que están sobre el Mar Mediterráneo. Esto, lamentablemente, lo perdió nuestra ciudad, pues hasta la década del Sesenta podíamos disfrutar de la costa del Río de la Plata, previamente a la contaminación de sus aguas. Pasé hermosos días en el Kibutz –en el sur de Israel, a unos kilómetros de Beersheba-, un sitio que, según entiendo, realmente no tiene comparación ni con Buenos Aires ni ningún otro en el mundo. Por último volví a Argentina, con la alegría de reencontrarme con mi familia y mi añorada ciudad.