Yo Digo

DE VISITA EN UNA CLÍNICA PORTEÑA

Written by pwildau

Durante más o menos dos meses, me ha tocado visitar a un amigo en una clínica porteña de rehabilitación psiquiátrica. Ha sido una experiencia que viví por primera vez en mi vida. Por lo tanto, mediante el siguiente texto, comparto algunos detalles que registró mi memoria, luego de mis períódicas visitas a este centro de internación que, para mayores datos, está ubicado en el barrio de Caballito.

-Los horarios de visitas eran de 17 a 18 horas de lunes a viernes; de 16 a 17 hs, los sábados, domingos y feriados. Dos personas, el máximo permitido por paciente. La primera vez, sin saber esto, fuimos tres a visitarlo. Uno, debió irse. Poco después, ya al tanto de la situación, fuimos dos. Pero nos encontramos con la sorpresa de que otro amigo, ignorando la situación, se nos había anticipado. Por ende, al ser nuevamente tres, uno de nosotros volvió a quedarse afuera.

-En la recepeción había que dejar los celulares. A los pacientes no se les pemite su uso, ni tampoco a los visitantes. Un supermercado situado a unos doscientos metros del lugar, solía ser mi fuente de abastecimiento. ¿Por qué? Es que existía la posibilidad de llevarles, cigarrillos, gaseosas –no más de una por paciente-, galletitas, alfajores… Pero, por orden de los médicos, nada de chocolate, papas fritas ni snacks similares. Aquí volvimos a errarle: un paquete de papas “rebotó” en la recepción. Un día, ante el estricto control de una encargada del área, tampoco pasó el filtro una gaseosa de más que llevamos, desconociendo el reglamento. Y aquí va la autocrítica: las reglas del establecimiento nos las habían hecho llegar en un papel, al principio de la internación. No teníamos excusa…

-El contacto de los familiares y amigos con los pacientes se hacía en un comedor; también, en una terraza. Al aire libre, estaba permitido fumar, por eso, mi amigo prefería ir afuera. En alguna oportunidad, a pesar del frío y una débil llovizna, el encuentro transcurrió en la terraza, en la cual había mesas y sillas. Al cumplirse el tiempo estipulado, una enfermera muy amable solía presentarse para avisar. Por lo general, emotivas despedidas –besos y abrazos, aunque no lágrimas, al menos que yo haya visto- seguían a dicha escena.

-Pocos días antes de que le dieran el alta, estando ya muy recuperado, las autoridades lo autorizaron a que saliéramos de la clínica a dar un paseo. Se sintió feliz de poder caminar un rato por las calles de la zona. Me pidió que fuéramos a una pizzería. Tenía muchas ganas de comer unas porciones de muzzarella. Y así lo hizo: a pesar de que el horario era el de la merienda ingirió tres y las bajó con una bebida cola. La hora y media permitida para la salida por el barrio, dijo que se le pasó rapidísimo. Valoró, además, el hecho de poder volver a estar en contacto con el mundo exterior. Destacó que son cosas que uno no se da cuenta cuando las tiene, y que recién les da valor cuando le faltan.

Unos dos meses después de haber sido internado, mi amigo, ya repuesto, recibió el alta y dejó la institución. Desde luego, tampoco yo regresé a la clínica. Pero en mi memoria, seguramente, perdurarán por algún tiempo las imágenes, los sonidos y hasta los olores que registré durante aquellas visitas vespertinas al barrio de Caballito.

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