Días atrás regresaba a mi casa, caminando. No tenía mayor prisa. Un semáforo en rojo me detuvo. Por la calle que debía cruzar no venían vehículos. Dudé: ¿Cruzo o no? Finalmente, no lo hice. Segundos más tarde, con el verde proseguí mi marcha. Casi simultáneamente, me pregunté: ¿por qué por lo general, los porteños (quizás también a nivel nacional) cruzamos con luz prohibida si no vienen autos ni estamos apurados? ¿Por qué en otros países, según cuentan, no lo hacen? ¿Porque no hay peligro de tener que pagar una multa? ¿Porque no hay peligro de sufrir un accidente? ¿Porque somos transgresores por naturaleza (para mí esta es la clave)? ¿Por una combinación de todo? Demasiadas preguntas y respuestas para meditar un rato largo. Enseguida, la rutina me llevo hacia otros pensamientos.
En mi casilla de correo electrónico, recibí un mensaje de la empresa de medicina prepaga con sede en CABA a la que estamos afiliados hace varios años. Se difundía una promoción para integrar un miembro más al grupo familiar, con beneficios económicos. Me interesó sumar a mi papá, jubilado, afiliado a PAMI, y como a tantísima gente le sucede, obligado a las largas esperas y los complejos trámites burocráticos a la hora de atenderse. Un Whatsapp invitaba a establecer el contacto. Rápidamente me respondieron. También, muy pronto, finalizó mi ilusión: cuando mencioné la edad de mi padre, tan cordial como expeditivamente, mi interlocutora contestó que no sería posible.
Me acerco a la entrada a un sanatorio de esta Capital. Hay gente en la puerta. Tengo claro que cuando pase por allí, será inevitable entrar en contacto con el humo del cigarrillo, pues son lugares donde se suele fumar en forma constante. Y efectivamente, es lo que sucede. En los últimos tiempos ha habido iniciativas para que en ciertos sitios públicos (paradas de colectivo, andenes de tren, o el exterior de bares y restaurantes), se limite la zona para fumadores (o directamente se lo prohíba), para que no tengan que aspirar el humo quienes no deseen hacerlo pero están obligados a compartir el espacio. En Milan, por ejemplo, acaban de prohibir fumar al aire libre en toda la ciudad. En Buenos Aires, todavía no hay mayores novedades.
Hace poco me tocó visitar a un familiar que vive en un edificio de un barrio porteño. En un espejo del hall de entrada pegaron un cartel escrito a mano. “Fumador/ra: nos tires las colillas de tus puchos hacia P.B. No es correcto”, decía. Estaba firmado con las letras PB C, lo cual aclaraba de qué departamento provenía la queja. Causa asombro e indignación saber que una persona es capaz de arrojar desperdicios a un patio interno de su propio edificio. Sin dudas, también es comprensible la reacción de quien escribió la nota, que de acuerdo a lo que denotaban sus palabras, mucho se cuidó para no ser tan irrespetuosa como el vecino que le tiró las colillas.
Por estos días, se están cumpliendo cinco años. En marzo de 2020, los argentinos empezábamos la cuarentena, triste etapa de aislamiento acaecida a partir de la proliferación del virus del Covid-19. Un lustro después, me encuentro viajando en subte. A media mañana de un día laborable, el vagón no está repleto, pero son numerosos los pasajeros que viajan de pie. Ciertas comparaciones con la época de pandemia vienen a mi mente: entre tanta gente, veo a una sola persona con barbijo (una mujer de unos 60 años). En tanto, hay usos costumbres que se mantienen. Puedo comprobarlo cuando una pasajera sentada, tose reiteradamente, cubriéndose con el pliegue del codo. A poca distancia también hay una chica que, como era tan común en la pre-pandemia, hace lo mismo, pero tapándose la boca con la mano.