No tenía más de ocho o nueve años, cuando mi papá me regaló una Guía Peuser. Era un librito de tapa multicolor y páginas interiores de gramaje muy fino en blanco y negro. Traía la lista de las calles y, a modo complementario, un mapa desplegable de la Capital Federal.  El obsequio era la respuesta a un pedido que yo mismo le había hecho, motivado por la sed de conocer más y más sobre el trazado callejero de nuestra ciudad.

Tan pronto como tuve entre mis manos el regalo, mi papá me enseñó a usarlo. Abrimos el mapa –que estaba doblado en varias parte- sobre mi cama y supe así que para ubicar  cualquier calle en él, antes era necesario buscarlo en el librito, donde se las había ordenado por orden alfabético. Al localizarla, seguía la sencilla tarea de memorizar una letra y un número, que podía ser: A1, B4, C5, D7, etc, etc … Al igual que el juego de la batalla naval, el mapa estaba dividido en cuadrados identificados con números y letras. Para facilitar su explicación, mi papá ejemplificó con Achupallas, una de las primeras calles de la guía. Observamos el código en la página de la Peuser,  enseguida fijamos la mirada en el mapa y, efectivamente, allí estaba, la pequeñísima inscripción “Achupallas”, junto a la línea blanca que simbolizaba la arteria, perdida entre cuadraditos y rectángulos naranjas, la expresión simbólica  de las miles y miles de cuadras porteñas.

Deslumbrado por la adquisición, comenzó un camino que llega hasta nuestros días. Uno de mis primeros “trabajos”, lo hice a los pocos días de tener la guía entre mis manos. En la casa de Linneo al 1900, apoyé algunas hojas rayadas sobre la mesa del comedor, una lapicera (también estaba la guía, por supuesto), y me propuse armar una lista de avenidas en las cuales terminaban otras avenidas. Es que aquella Peuser, además de la altura, detallaba adónde empezaba y terminaba cada calle. No recuerdo si llegué o a finalizar la ciclópea tarea –más bien, creo que no-, pero lo que sí era seguro, es que a tan temprana edad ya me movilizaban esas pequeñas cosas, tan simples, tan inútiles a lo mejor, pero en lo personal, tan apasionantes.

Los años pasaron. Con el tiempo, tuve la posibilidad (la tengo) de recorrer la geografía porteña yo mismo. De visitar “in situ” lugares que permanecían escondidos tras el misterio de un plano dibujado. Sin embargo, hoy me siento adelante de una computadora y al abrir el mapa de Buenos Aires experimento la misma sensación de aquel niño de ocho o nueve años que ansiosamente curioseaba dentro de la Peuser. Lo digital habrá reemplazado al papel, pero la pasión, sigue siendo la misma.

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