El patio de la Escuela Nº 10, Distrito Escolar 14, era, sin dudas, uno de sus atractivos más grandes. Las ganas que tenía de volver a verlo durante aquella visita, quedaron pronto satisfechas. Allí estaba, con su mástil pegado al muro de la izquierda, desde la perspectiva del hall de entrada. Tenía, eso sí, modificaciones importantes. Al lado del mástil ya no quedaban árboles, ni tampoco el piso tenía baldosas rojas. Ahora, era completamente liso y de tonalidad grisácea. Por ende, la “pista” de carreras que iba desde el hall hasta el comedor, había desaparecido. Otro cambio sustancial, radicaba en el tinglado. Antes el patio era a cielo abierto, circunstancia que cambió desde que, en algún momento que ignoro, se lo techó.

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Lo que a pesar del paso del tiempo no sufrió alteraciones, increíblemente, era la presencia de los arcos de handball, con sus postes de madera pintados de blanco y negro. Estaban más deteriorados, pero, ¿qué duda había? ¡Eran los mismos!

Cuántos recuerdos originados en aquel patio… Recreos a puro intercambio de figuritas, elástico y escondidas; el “sandía, sandía, tu serás policía…”, y el “melón, melón, tu serán ladrón”, acompañado del golpecito en la espalda, cada vez que un competidor era capturado y debía cambiar de bando en el Poliladron. Durante las clases de gimnasia, el patio se adaptaba al “pelota-cuatro-frentes” (así llamaba la profesora Nilda al popular Quemado), que concitaba tanto entusiasmo como comentarios del juego en el post-partido.

Mis primos, Gabriel y Roxana, iban a tercer y primer grado respectivamente, cuando yo estaba en quinto. Por lo tanto, después del colegio, ir a tomar la leche a la casa de mis tíos Juan y Lusi, en la calle Cucha Cucha, se había transformado en una linda costumbre familiar. Y siempre, tanto a la ida como a la vuelta, llevando de una mano a la otra la pesada valija –también llamada portafolios-, en épocas en que las mochilas actuales ni siquiera tenían un lugarcito en mi imaginación.

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Cerca de un cuarto de hora después de haber comenzado mi emocionada caminata por las instalaciones del República del Ecuador, reingresamos al hall, donde me despedí de mi guía, no sin antes agradecerle la deferencia de haberme permitido la visita. Más allá de una previsible nostalgia, me asaltó una doble sensación. Por un lado, experimenté esa pizca de desilusión que suele aparecer cuando las cosas ya no son como uno creía que eran. A aquel sitio que en mi mente mantenía su antiguo esplendor, en la realidad, lo noté un poco venido abajo, como acusando el impacto del paso del tiempo. Pero era lógico: habían transcurrido más de treinta años. La desazón se incrementó cuando ya en la vereda, caminé unos metros hacia mi derecha, con la intención de observar lo que había sido el populoso negocio de Moishe. Pero en lugar de aquel completísimo kiosco-librería-juguetería atendido por don Moishe y su esposa, un local vacío con fachada descolorida y persianas bajas, ofrecía un lúgubre panorama.

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Por otra parte, la alegría que sentía por, al fin, nuevamente haber visto por dentro el querido colegio, superaba cualquier sensación negativa.

El tiempo pasó… Un día, me senté a escribir éstas líneas. Antes de redactar, ensayé un pequeño ejercicio mental y me di cuenta, de que podía hacerlo sin equivocarme. Consistía en recitar de memoria, por orden alfabético, la lista completa de alumnos de tercer grado de 1980, mi año de ingreso al colegio.

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