Una mudanza ocasionó mi inesperada partida del República del Ecuador antes de pasar a sexto grado. En la despedida de quinto, no figuraba en mis planes cambiarme de colegio, pero durante el verano, los acontecimientos se precipitaron. Traté de convencer a mi familia de continuar en el mismo establecimiento pese a la mudanza. Ellos comprendieron mi tristeza pero no hubo marcha atrás. Ya no estaríamos en La Paternal, sino en Coghlan, en un punto bastante lejano a Espinosa entre Álvarez Jonte y Trelles. Por otra parte, a la vuelta del nuevo domicilio, había otra escuela primaria y estatal, la Félix de Azara. Contaba, también, con turnos mañana y tarde. Y su proximidad me permitiría ir a almorzar a casa, algo que antes no ocurría. Todo encajaba. Allí terminaría concurriendo a sexto y séptimo grado. Quedaba atrás un hermoso período de tres años en La Paternal.
Pasó el tiempo… Muchas veces, ya más de grande, volví a pasar por el frente del Ecuador, en auto o en colectivo. El ‘63’ –una línea que solía utilizar-, en un tramo de su recorrido, tiene esta ruta: Trelles, Espinosa, Jonte. Al transitar junto a ella, ¿cómo no girar la cabeza y echarle un vistazo a la fachada de color ladrillo? Las imágenes de tiempos idos, probablemente, se atropellarían en mi mente.
Creo que siempre guardé la íntima ilusión de volver de visita. ¿Cómo sería ese momento? Ya de adulto, se dio una oportunidad. Una jornada laboral tranquila –una tarde de noviembre en que atravesaba el barrio- favoreció mi disponibilidad para acercarme al colegio, a casi 33 años después de haberlo pisado por última vez.
Me arrimé al portón de ingreso, donde estaba parado un portero al que desconocía, y dubitativo, aclarándole mi condición de ex alumno, le pregunté si podía dar una vuelta por las instalaciones. El hombre, amablemente, me invitó a pasar. Quise saber si podía sacar fotos. Me respondió que no había problema. Emocionado, di mis primeros pasos en el luminoso hall de entrada. Tenía por delante la puerta que daba al patio. Pero primero, acompañado por el portero, fui hacia la derecha, ingresado al pasillo interior, el que comunicaba con los salones.
Reconocí lo que quizás había sido mi aula de tercer grado, el de la señorita Emilia. Observé los bancos, los pizarrones, las paredes… Tuve la extraña sensación de que todo era más chico. Además, estaba muy limpio y ordenado, señal de que recién habían terminado de acomodar, tras la finalización del turno tarde. Salimos del grado, volvimos al pasillo y segundos después, llegamos al comedor. Pero no era aquel inmenso comedor, escenario de tantísimos mediodías de mi infancia. Y esta vez no era una impresión mía. Indudablemente lo habían achicado. El portero me lo confirmó: en el espacio ganado, construyeron otra aula. Nos dirigimos luego al piso superior. Ingresé a varios salones más, pero no logré recordar en cuál de ellos, había cursado cuarto grado, con la señorita Ethel, ni quinto, con el maestro Salinas.
Sí reconocí al instante el salón de música, un gran recinto con piso de parquet, una hilera de gradas al costado –contra los ventanales de la calle- y el escenario al fondo. Los actos patrios y las clases de música se celebraban allí, en el mismo sitio donde una profesora de voz potente, bajita y regordeta (su nombre se me borró de la memoria), tocaba apasionadamente el piano, y una de las canciones más entonadas por nosotros, los alumnos, era el himno del Ecuador, que comenzaba así: “Salve oh Patria, mil veces oh Patria…” Desde las teclas de aquel piano, surgía también la melodía que acompañaba en ingreso de la Bandera de Ceremonias.
Se acercaba el final del emocionante recorrido. Aunque todavía, queda por describir uno de los sitios más entrañables.