Yo Digo

RECUERDOS DE LA PATERNAL (II)

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Espinosa entre Álvarez Jonte y Manuel Ricardo Trelles. Ahí, a mitad de cuadra, de mano derecha, se encontraba –y se encuentra- la Escuela Nº 10, Distrito Escolar 14, República del Ecuador. Concurrí a este establecimiento entre tercero y quinto grado de la primaria. Esos tres años quedaron marcados fuertemente en mi memoria… y en mi corazón.

Mi primer día de clase creo que lloré. Yo venía de otra escuela (Fray Justo Santa María de Oro, también en el barrio) y hallarme de repente en medio de un grado donde casi todos se conocían, me intimidó. Pero la desagradable sensación pasó rápido y a partir de aquellos días comencé a vivir una gran experiencia, en una etapa de mi niñez que hoy, a la distancia, considero que fue extraordinaria.

En tercer grado tuvimos a la señora Emilia Repetto, una maestra que seguro tenía más de sesenta años, pero a la que los alumnos, seguíamos llamando señorita. En cuarto, la maestra se llamaba Ethel Gandolfo de Lezcano –tendría unos cuarenta años- y en quinto, nos tocó un maestro, Carlos Alberto Salinas, que tenía apariencia de “duro” pero que en realidad, era de lo más bondadoso que conocí en todo mi ciclo escolar. Más allá de las características humanas de cada uno, el aprendizaje en general era de un elevado nivel, en tiempos donde la educación pública gozaba de mejor concepto que la privada, y no al revés como quizás es hoy.

Superando el difícil comienzo, enseguida me fui haciendo de amigos en aquel tercer grado de 1980. Las clases eran llevaderas y los recreos, largamente esperados por la cantidad de actividades que acontecían una vez que sonaba el timbre para salir del aula. Los varones intercambiábamos figuritas de fútbol, de Titanes en el Ring, competíamos –siempre hablando de las figus- al chupi, a la tapadita, al espejito… Las chicas jugaban al elástico y los juegos mixtos, como la escondida, la mancha y sobre todo, el poliladron, concitaban un importante interés.

Existía otro juego que me cautivaba, tanto para la acción como en carácter de espectador: en el colegio había una suerte de larga canaleta gris, que iba desde un extremo hacia el otro del patio, entre las baldosas rojas, y que se prestaba para hacer carreras de autos, con los autitos de colección. Los participantes debían esperar su turno y tirar, con el objetivo de pasar al vehículo del competidor que iba adelante. En el recreo más extenso, el del comedor, se llevaban a cabo las carreras más apasionantes.

El comedor era un mundo aparte, ya que con frecuencia nos sentaban en compañía de alumnos de otros grados. También, estaban los chicos que se iban a su casa al mediodía y regresaban después de almorzar. Para el turno tarde, la reglamentación exigía cambiarse el guardapolvo blanco por uno gris.

A metros del colegio, estaba la librería de Moishe, un pequeño comercio de barrio, muy completo, atendido por un matrimonio mayor que a la entrada y a la salida, constituía la parada obligada de muchos estudiantes, ya fuera para comprar útiles (mapas, cuadernos, lápices, etc), como para aprovisionarse de elementos destinados a la diversión (juguetes, figuritas). Por supuesto, también se podían consumir comestibles y bebidas que no siempre eran de lo más saludables. ¿Ejemplos? Papas fritas, galletitas, mielcitas y hasta el célebre Naran-Ju, un pedazo de hielo con colorante recubierto por un plástico transparente. Era necesario hacer un corte en el plástico y succionar para consumir aquella polémica golosina, furor en aquellos tiempos, aunque escasamente recomendable, si es que todavía existe.

Foto: La Escuela República del Ecuador, en Espinosa entre Jonte y Trelles.

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