El nacimiento del puente de la Avenida San Martín, en su intersección con Linneo.
Desde que tengo uso de razón hasta mis diez años, viví en una casa de la calle Linneo, en La Paternal. En realidad, allí vivían mis tíos –Inés y Moisés- y mi prima Susana, o Pupi, según su apodo de siempre. Pero yo sentía el hogar como propio. Mi papá Alfredo enviudó cuando yo tenía un año y medio. Soy hijo único y él no volvió a casarse. Para paliar la compleja situación, durante su horario laboral me llevaba a la casa de su hermana, Inés, y me pasaba a buscar a la tarde-noche. Cenábamos todos juntos y volvíamos a nuestro domicilio en Colegiales. Al día siguiente, la rutina era la misma. Así sucedió a lo largo de toda mi infancia y adolescencia.
Desde chico, a mi tía aprendí a quererla como una madre, a mi prima, como una hermana, y a mi tío también le tuve un gran amor. Aquella casita de Linneo era un PH, tal como se la conocería hoy en día. En mi niñez, sin embargo, ese término no existía. La vivienda estaba entre la Avenida San Martín y Terrero. Para más exactitud, su numeración era 1972. Me quedó registrada la cifra, sobre todo, porque era igual a mi año de nacimiento, coincidencia que me llamaba la atención.
En la primera casa del complejo –con entrada independiente- vivía la familia propietaria, la que le alquilaba al resto, compuesta, según lo poco que recuerdo, por Doña Lola, una señora de casi ochenta años que solía sentarse en una silla en la vereda, y su hija de sobrenombre Poncho.
En la segunda casa vivían Ester y Cholo, un matrimonio con el cual mis tíos supieron entablar una relación de amistad que perduró mucho tiempo, y Ruben, el hijo veinteañero de ambos. El tercer departamento era el nuestro y al final del pasillo, vivían Olga y su hija Alejandra, que era unos tres años mayor que yo. A pesar de la diferencia de edad, hasta mis cinco o seis años, yo solía ir a su casa a jugar.
El barrio era muy tranquilo, al margen del importante movimiento de la Avenida San Martín. Justo en la esquina con Linneo, comenzaba el puente por sobre las vías del Ferrocarril San Martín, estructura que yo observaba como gigantesca y empinada. Al pasar por allí más de grande, concluí que mi impresión había sido exagerada.
Ese puente lo cruzábamos con mi abuela materna Ruth, que venía de visita al menos una vez a la semana. Ella me llevaba a la Agronomía cuando yo todavía andaba en cochecito, porque en las inmediaciones de la inmensa Facultad se podía pasear, aprovechando la zona abierta al público, el verde, el aire y el sol.
De la Avenida San Martín recuerdo dos líneas de colectivos: el 63 de color celeste, y el 24, de color verde.
El último año del jardín de infantes –lo que hoy sería salita de cinco- lo hice en el Fray Justo Santa María de Oro, una escuela estatal situada en la calle Álvarez Jonte, y distante a unas cinco cuadras del domicilio de mis tíos. En esa escuela hice hasta segundo grado. Sólo me acuerdo del nombre de la maestra de primer grado, Adela, y el apellido del director, Di Pardo. Con respecto a los demás alumnos, tengo presente los nombres y rostros de unos cuantos. Pero nunca volví a verlos, a excepción de mi cumpleaños de ocho, al cual invité a varios chicos a pesar de que ya habían dejado de ser mis compañeros.
A partir de tercero y hasta quinto grado, cursé en otra escuela pública del barrio, la República del Ecuador, de Espinoza entre Jonte y Trelles. Me veo en el Renault 6 turquesa de mi papá, atravesando una angosta callejuela que necesitábamos sortear para llegar al colegio. Era un tramo donde Espinoza se adentraba en una zona de bodegas –edificios luego desocupados e intrusados- que despedía un penetrante aroma a vino. El “Ecuador” era más completo, mañana y tarde, en lugar de jornada simple, como la anterior.
Aquí mis recuerdos cobran mayor nitidez. Inés era quien me buscaba a la salida. De a pie, tomábamos 12 de Octubre y luego la Avenida San Martín, pasando junto al acceso principal de la imponente construcción de color ladrillo, la “vinería”, como se la denominaba informalmente. Después, la rutina de tomar la leche, hacer los deberes, ver la tele, y demás actos tan repetitivos como hermosos, de una infancia feliz.