Comienza el día y el silencio es el mejor presente para meditar, para sentir. Tu, yo y el otro ser que esta en ti, elevando una plegaria a Dios, ese ser que se encuentra alrededor de todos, y una hoja más de tu calendario demos vuelta.
Mi infancia fue hermosa a pesar de algunos momentos dolorosos, que con ayuda médica fui superando. Mi padre lo admitió primero y actuó. Vagamente se me aparecen imágenes, recuerdos borrosos, felices o no, tales como haber disfrutado de una pequeña vivienda cerca del mar, bautizada “las mellizas”, con obras y objetos de arte como por ejemplo el nombre grabado en la piedra.
Qué significado darle a lo que se llama tesoro, para nosotros la lectura en los momentos libres, o caminar con mamá por la costanera. Y comprarnos alfajores mientras arreciaba el viento… y recoger del piso de un bosque marplatense frutos de los árboles, como así también perfumar las sábanas con el aroma de ramitas de lavanda de nuestro jardín. Sentir el viento marino en el rostro, pasear con mi prima por la playa, la escollera y el puerto observando los barcos pesqueros partir.
Qué rara sensación me invade hoy, que sentí estremecerse todo mi ser, que supuse nada más que había nacido de nuevo.
De mi infancia recuerdo a Simón, que nos llevaba al colegio a Elisabet y a mí… Nos quería a las dos. Mientras, mi hermana se iba de campamento a Punta Indio, donde jugaba a la pelota. Cuidaban la bandera, compartían el fogón de corazones abiertos y cantaban la canción de la amistad. En tanto yo, más conservadora, permanecía junto a mis padres. Cuando ella volvió hubo que curarle las heridas del rostro producidas por el sol.
Mamá tenía las manos de oro como mi abuela, las dos nos cosían vestidos y nos cocinaban exquisitos manjares que saboreábamos con gran felicidad. También de mi infancia recuerdo a Miguel, que tocaba el violín. Yo lo admiraba en silencio, escuchando las melodías que interpretaba.
Raquel Selzter