Yo Digo

EL AÑO NUEVO DE MARIO

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Y de repente, ahí estaba… Entró intempestivamente y se derrumbó en un banco de la iglesia El Buen Pastor de Lacroze y Zapiola, en Colegiales. Estaba desclazo, con los pies hinchados, y sus plantas completamente negras de tanta mugre acumulada. Se lo veía agotado, pero feliz. Acababa de terminar el culto del domingo a la mañana y algunas mujeres enseguida se preocuparon por atenderlo. Luego, no sin cierta cautela, me aproximé a él. Hicimos contacto visual. De inmediato me llamó para que me acercara. Y me contó su historia…
«Vine caminando desde Tucumán. Tardé nueve días…» es lo primero que dijo. Quise saber el motivo: «Hice una promesa. Mi abuela tuvo un ACV y se curó. Así que acá estoy». Siguió contando detalles. «En estos nueve días no dormí. Caminé sin parar». Ante mi incredulidad, redobló la apuesta: «Pero no tengo sueño, sólo estoy un poco cansado».

A esa altura ya no sabía qué creer y que no. Seguramente, quienes escuchaban la historia a mi alrededor pensaban parecido: «Mirá que Dios ve todo. A nosotros podrás mentirnos, pero a El no», le respondió Ester, una señora de la congregación.En cierto modo, era como reprender a un niño. Porque Mario -así se llamaba- tenía mucho de niño. En algún punto, su mente había quedado anclada a una edad incierta pese a que su documento indicaba que tenía 29 años.

Su inociencia inspiraba ternura. Todos quisimos ayudarlo, incluso ignorando hasta dónde sus palabras tenían asidero. De excelente humor, reafirmó que la totalidad del trayecto la había hecho descalzo. «Así me siento más cómodo», justificó. De todas maneras, le ofrecieron unas zapatillas para moverse en la ciudad y tras probarse un par que le iban grandes, encontró unas con la medida justa.

Minutos antes había sacado el DNI, mostrándolo, sin que nadie se lo pidiera. Entendí que pretendía demostrarnos que decía la verdad. En efecto, se llamaba Mario y tenía 29 años. Le sugirieron, acertadamente, que en la calle no le diera el documento a nadie. «No lo andes sacando por ahí, si lo perdés podés llegar a tener muchos problemas».  Su bondad, seguramente no le permitía entender que hubiera gente dispuesta a quitarle su derecho a la identidad.

Le preguntaron por su abuela. Contestó que vivía en Martínez y era ciega. Pero que no iría a su casa sino que primero pasaría por Plaza Italia para dormir allí. Era evidente que estaba desorientado en cuanto a distancias y ubicación de los barrios. Finalmente lo convencimos de que lo más sensato era que se fuera a lo de su abuela ya que además, el 168 -que paraba a dos cuadras- lo dejaría directamente en Martínez.

Me ofrecí a acompañarlo a la parada. En el camino, seguimos charlando. El colectivo tardaría unos 15 minutos en llegar. Mientras esperábamos, se terminó la botella de agua mineral que le dieron en la iglesia. Su equipaje consistía en dos bolsas de naylon. Contenían un poco de ropa y el alimento que traía desde Tucumán: unos pebetes de mortadela, correctamente embolsados para no tomar contacto con el aire. En nueve días era lo único que había comido. Y todavía le quedaba uno, que procedió a deglutir durante la espera. «Allá la mortadela es muy barata, por eso les puse eso», sostuvo Mario, cuya sonrisa y su buen humor jamás se borraron.

Me di cuenta que al no tener tarjeta SUBE, quizás se le dificultaría el viaje. Le sugerí que le pidiera al chofer que lo dejara pasar, y que en caso de negativa, le solicitara a un pasajero que le prestara el plástico, y que a cambio le pagara con alguno de los billetes que traía, varios de los cuales, se los habían dado en la iglesia. «¿Vas a venir a mi cumpleaños? ¿Qué me vas a regalar?», me preguntaba. Por la confianza que depositaba en el diálogo, era como que nos conociéramos de toda la vida. Así -me dio esa impresión-, era con todos. Su cumpleaños era en enero (no recuerdoexactamente  el día) y según dijo, permanecería visitando a su abuela todo el mes.

Le saqué una foto para publicar en el boletín de la iglesia. Accedió con gusto, aunque me advirtió: «No la vayas a publicar en internet, porque a mí me conocen todos y no quiero que me vean». Me pareció extraño su planteo y ante mi insistencia, volvió a negarse. Me comprometí entonces a respetar su deseo: nada de fotos en Internet.

Llegó el 168. Cálidamente se despidió. Vi subir su voluminosa y alegre figura. Un segundo después, ya estaba en el medio del ómnibus, saludándome, una vez más, alegremente por la ventanilla. El chofer no le había cobrado. Arrancó el colectivo y yo enfilé por Freire hacia Teodoro García. Me pregunté si llegaría con facilidad a casa de su abuela y, yendo más lejos aún, si la historia que había contado, era totalmente real, un poco real o nada real. No parecía mentiroso, pensé. De lo que sí estaba convencido, era que si faltaba a la verdad,  no era consciente de ello.  Pero concluí que era inútil sumergirme en suposiciones y me incliné por creerle. Era lo mejor. Después de todo ¿quién era uno para cuestionarlo?

Días más tarde, a horas del año nuevo, mientras procuraba imaginar dónde pasaría Mario la noche del 31 de diciembre, volví a recordar su sonrisa y a comprender que la felicidad no puede medirse desde lo material. Que algunos, con casi nada en el bolsillo, son capaces de vivir en forma alegre y despreocupada. Y desde ese punto de vista, admiré a Mario profundamente.

Pablo Wildau

Director de la Revista “La Voz de Colegiales”


 

Foto de portada: como no quiso que publicáramos su foto, subimos la imagen de la parada del 168, en Freire al 700. Allí Mario aguardó la llegada del colectivo para ir a Martínez.

 

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