Y sí, de chicos, todos tuvimos esos superhéroes o personas a la que admirábamos y nos queríamos parecer. Esos de los cuales copiábamos poses, hazañas, vestuario y demás. A medida que fuimos creciendo los fuimos cambiando por otros referentes que se adueñaron de las paredes de nuestras piezas. No nos podía faltar nada de lo nuevo que saliera, como sigue sucediendo en la actualidad con las grandes industrias del cine, televisión y del entretenimiento en general. Ya de más grandes, pasaron a ocupar esos lugares, a veces, algún que otro profesor o profesora que nos despertara esa admiración, por lo que sabía, por la forma de relacionarse con el prójimo, por el apoyo que brindaba, por la empatía, etc. Pero en muchas oportunidades sucede que esa persona a la que admiramos, podemos encontrarla muy cerca de nosotros.
Una vez que nos convertimos en adultos, luego de traspasar la adolescencia (esa etapa que tanto nos revoluciona, que nos enseña, que nos forma como personas, en la que nos sentimos dueños del mundo y donde ponemos en juicio todo lo que nos aconsejan), comprendemos que el tiempo no se detiene, y vemos desde otra perspectiva nuestra vida y todo lo que nos rodea. Es ahí cuando nos damos cuenta de lo importante de la presencia de nuestros padres, o quienes ocupen el lugar de guía, modelo o como se lo quiera llamar, para transitar con nosotros la vida.
Ni hablar cuando nos convertimos en papás. Es entonces cuando nos caen todas las fichas juntas y le encontramos sentido la famosa frase que nuestros “viejos” nos decían continuamente: “Cuando seas grande lo vas a entender”.
Y sí, así es, terminamos entendiendo. También terminamos admirando y valorando positivamente, como en mi caso, lo que me dejó y lo que sigue dejando, aún hoy, mi mamá. La que llegó a Buenos Aires desde su Tartagal natal, provincia de Salta, en su juventud, hace alrededor de sesenta años. La que buscó trabajo para solventar sus gastos y no depender de nadie. Pero no sólo siendo jovencita: a lo largo de diferentes etapas de su vida, supo lo que era atravesar la Capital Federal para trabajar en lo que era su especialidad, el cuidado de adultos mayores. Así como sucede con tanta gente, también ella, de día, de noche y de madrugada; con calor y frío; con sol y tormenta, recorrió los barrios porteños persiguiendo el objetivo de que en la familia nadie tuviese que soportar ninguna privación en lo material.
Junto a mi papá, pasaron las diversas crisis económicas del país, alternando épocas tranquilas y otras no tanto. Ella siguió estudiando de grande, para perfeccionarse, y trabajó duro por su familia. Comprometida, testaruda, orgullosa, directa, solidaria, humilde y tenaz.
Allí estuvo cuando nacieron mis sobrinos más grandes, al nacer mis hijas, y hace un par de años, cuando nacieron los más chiquitines de la familia, ya con menos fuerza y los denominados “achaques de la edad”, pero siempre presente, intentando ayudar en todo lo posible, sea o no material, dando su tiempo y una palabra de aliento, tanto a parientes como a amigos y vecinos. Con sus aciertos y errores, como todo mortal, se convirtió en un ejemplo. Cuando mi hermano y yo éramos chicos, ahí estaba, para llevarnos a la escuela, escucharnos y cantarnos canciones. Para decirnos que nos portemos bien, para ponernos límites y para llevarnos de paseo. Para enseñarnos a compartir y para darnos el desayuno en la cama. Para esperarme con la cena lista cuando llegaba de la facultad y para acompañarme a la parada del colectivo a las seis de la mañana, cuando empecé a trabajar. Ni que decir si se me ocurría ir, en ese horario, en bicicleta, desde mi casa de Caballito hasta Belgrano, el barrio en el cual quedaba mi empleo.
Cuando me fui a vivir con una amiga, o más adelante con mi novio, hoy, padre de mis hijas, allí estuvo presente. Al igual que cuando me recibí, me casé y fui mamá. Con cada logro y cada experiencia de aprendizaje, la encuentro a a mi lado. Y así seguirá siendo porque deja huella en las personas que realmente la conocen.
Romina Linares