Yo Digo

RECUERDOS DE VILLA URQUIZA (II)

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Son claros y numerosos mis recuerdos de la casa de Aizpurúa. A pesar de que tenía diez años y de que sólo vivimos allí un año, guardo en mi mente montones de imágenes y diálogos muy nítidos. Uno de los interrogantes relacionados a la permanencia en este lugar, tenía que ver con el motivo del nombre de la calle. ¿Qué o quién sería Aizpurúa? El nombre era realmente curioso. Y sin los medios tecnológicos de hoy en día, información como esta era muy difícil de conseguir. Recuerdo a Pupi, formulándose también la misma pregunta, y arrojando una hipótesis desprovista de fundamento, pero que no era descabellada, de acuerdo a la extraña nomenclatura: “Quizás sea un cacique indio…” Muchísimos años después, supe que Benito Aizpurúa (1774-1833), fue un marino que entre otras acciones militares, intervino en la guerra con Brasil.

A propósito de Pupi, también guardo muy claramente en mi memoria que en ese año, 1982, se puso de novia con un muchacho muy amable y correcto. Tenía 25 años y su nombre era Jorge. Menos de cuatro años después se casaron. En la actualidad, siguen siendo marido y mujer, aunque están muy lejos de Villa Urquiza, pues se radicaron en la Patagonia Argentina.

A la vuelta de esta casa tipo PH, en Monroe entre Aizpurúa y Ceretti, vivía mi abuela Gerturis, con su marido Walther. Vivían en un quinto piso, con vista al frente. Era un confortable departamento en el que solía pasar muchas tardes. Los viernes por la noche, era común que cenáramos allí, en familia, luego de asistir al servicio religioso en Benei Tikvá, comunidad  de la colectividad judía ubicada en el barrio de Belgrano.  El viernes a las nueve o tal vez a las diez, comenzaba uno de mis programas predilectos de la televisión de aquella época: Titanes en el Ring. Podría escribir varios artículos (no sé si hasta un libro entero) a partir de las recuerdos que tengo y las sensaciones que me provocaba este show de catch comandado por Martín Karadagian, que entraba en escena en la última de las peleas, ante el frenesí de centenares de pequeños admiradores que lo saludaban y vitoreaban ni bien ponía un pie en su camino hacia el ring. Karadagian utilizaba un golpe maestro, “el cortito”, que indefectiblemente lo conducía al triunfo. Por supuesto, todo formaba parte de un divertido show… Sólo una vez no lo vi ganar. Fue contra la Momia, el otro gran favorito del público infantil. Un empate entre los dos personajes más queridos, pareció dejar conformes a todos.

La televisión era uno de los grandes pasatiempos en los momentos posteriores a la vuelta de colegio. Después de tomar la leche, yo colocaba mi atención en las series, sobre todo, las que emitía el viejo Canal 2 de la Ciudad de La Plata. Aquello no podía compararse al tremendo abanico de posibilidades que ofrece la industria actual, apenas eran un puñado de programas que se apretujaba en la grilla de la TV de los Ochenta, y que se visualizaban en riguroso blanco y negro a través de los grandes armatostes con una antena en la terraza. Mis favoritos eran La Isla de Gilligan y Los Dos Mosqueteros.  Fuera de las series, me atraía un ciclo de interés general, que incluía un concurso de preguntas y respuestas, cuyo conductor era Orlando Marconi.

¿Y cómo no tener presentes la Guerra de Malvinas y el Mundial ’82? En el comedor de casa fui testigo de unos cuantos partidos de la Copa del Mundo disputada en España. Hubo un espectacular Alemania 3-Francia 3, semifinal que se definió desde el punto penal, y los alemanes, que perdían por 3 a 1, terminaron clasificándose para enfrentar a Italia. El triunfo azurro en la final, con la Selección de Menotti ya eliminada, también lo palpité en el comedor de Aizpurúa, una tarde de domingo invernal.

En 1982 es un hito en lo personal, porque viviendo en esta casa, por primera vez anduve solo por las calles porteñas. Caminé poco más de una cuadra, con la misión de ir a  hacer alguna compra al almacén de Aizpurúa, casi esquina Olazábal. Para esto debía cruzar Blanco Encalada, manteniéndome siempre sobre la misma mano de Aizpurúa. Este sitio era un comercio muy pequeño, un típico almacén de barrio, de los que paulatinamente fueron quedando ocultos a la sombra de los grandes supermercados que empezaron a surgir por aquella época (una firma de origen francés, sin ir más lejos, en este año abrió su primera sucursal en la Argentina).

A la vuelta del almacén había un local que compartía los rubros de veterinaria y vivero. Estaba en una cuadra “mínima”, de una longitud de no más de treinta metros, en Olazábal entre Avenida de los Constituyentes y Aizpurúa, que nacía precisamente en este punto. El negocio tenía un atractivo especial, porque me gustaban mucho los animales. Había una inmensa cantidad de pájaros a la venta Seducido por esta circunstancia, compramos en el lugar una pareja de pequeñas cotorras, a las cuales  les puse de nombre, Pedro –que era de color azul- y Vilma –de color amarillo- en clara alusión a la serie de dibujos animados Los Picapiedras, muy vigente en estos tiempos.

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