Por Raquel Seltzer
Así como en mi artículo anterior, narré acerca de mis familiares maternos, trataré de esbozar también una historia de mis parientes paternos, vinculada a las zonas geográficas que solíamos transitar durante ciertos tramos de mi infancia.
Mis abuelos -la bobe Luisa y el zeide Manuel- dejaron atrás celos y rivalidades entre ambas ramas. A mi abuela le decíamos Libe (querida, en dialecto idish), ella nos acompañaba durante los meses de verano a nuestra casa en Mar del Plata. La recuerdo, asimismo, en mi hogar natal de Munro, tejiendo muy rápidamente con dos agujas largas, lana o hilo. Así, les obsequiaba hermosas prendas a todos sus nietos. Para mis dos hermanos, mi melliza Elisabet, mi hermano menor Daniel, a mi prima Fanny -hija de mi tía Ester- y mi tío Isaac.
En Mar del Plata íbamos a la playa que estaba frente a la fábrica de alfajores Havanna, jugábamos a la rayuela, construíamos castillos de arena y paseábamos en bicicleta por la costanera. Cierto día, Daniel a sus cinco años se fue a pasear sin que nadie lo advirtiera y volvió acompañado por un policía, al que le dio la dirección. Fueron momentos de angustia, por suerte, con final feliz. También recogíamos conchillas de mar en la arena. ¡Qué hermosa infancia! Aún siento el aroma de la deliciosa comida casera elaborada por mi mamá Gaby, con la que nos agasajaba cuando volvíamos cansados y hambrientos de la playa. Recuerdo nuestro hermoso jardín, donde florecían jazmines del cielo, rosas amarillas y violetas de los Alpes. Había plantas de lavanda, y un imponente pino. Aun persiste en mi mente la imagen de mi hermano -era muy pero muy inquieto-, destrozando tenazmente con un martillo un pato de madera que le había regalado su abuelo, porque quería investigar lo que había en su interior.
Para siempre permanecerán en mí las imágenes del amor con el que se trataban mis abuelos, tanto en los períodos en los cuales los acompañó la salud, como en los de enfermedad. Cuando regresábamos Buenos Aires por la Ruta 2 parábamos en Atalaya a consumir las deliciosas medialunas que allí producían. Al llegar a la Capital, dejábamos primero a mis abuelos en su domicilio de la calle Larrea, entre Tucumán y Viamonte. Era una casa con vitreaux de varios colores en su puerta de entrada. Cuando llegaron a cierta edad debieron vivir separados por razones de salud, y así como mi mama cuidó a los padres, lo mismo hizo con sus suegros, con toda dedicación y amor.
A veces, yo acompañaba a mi madre a visitarlos a su casa del barrio de Once. Después nos dirigíamos hacia Almagro, en proximidades de Corrientes y Medrano, para visitar a una amiga de ella, Sabina, que vivía con su hermano Enrique, cantor en una sinagoga. Yo tenía entre ocho y once años. Estas historias de mi infancia todavía las tengo presentes en mi mente, en mi corazón, y me acompañarán para siempre.
Foto: Larrea y Viamonte, hoy, según Google Maps.